Perder a un hijo



El siguiente es el texto de la entrevista con la periodista y escritora chilena Valeria Barahona, publicado en el suplemento Ku, El Mercurio, 30 de abril de 2022.

La “Operación Cóndor” es tal vez uno de los pasajes más complejos de la historia reciente de Latinoamérica, un tema del que se habla en voz baja, lleno de vacíos narrativos y detalles que a veces se quisieran olvidar para mirar el futuro, como, por ejemplo, los casos de niños que fueron adoptados en forma ilegal tras ser arrebatados a sus madres, a minutos de nacer. Uno de estos pequeños, ya convertido en un hombre, es quien comienza a narrar “Las cenizas del cóndor”, novela de Fernando Butazzoni reeditada por Alfaguara.

Butazzoni ha escrito 20 libros y ha hecho el guión de siete películas. En la “Las cenizas del cóndor”, Aurora Sánchez es la madre que cruza Los Andes — apie escapando de las balas en Santiago—, para luego ser detenida, maltratada y obligada tener a su hijo en una clínica clandestina en Buenos Aires. El militar uruguayo designado para dar fin a sus días no soporta la culpa y la esconde en el departamento de una agente de la KGB.

—¿Cree que “Las cenizas del Cóndor” funciona como una suerte de redención?

—Personalmente creo que no se redime. Se redime alguien, aunque él consideraba que no se había redimido, porque terminó pegándose un tiro, pero hay muchas aproximaciones y maneras de leer esa historia, de hecho creo que la mía es una de las maneras posibles, no sé si la traducción de los hechos que hago en el libro es la más acertada, pero bueno, es la que pude hacer.

—En su página web tiene imágenes de las libretas del militar, fotos y otros apuntes… no sé si está jugando a hacer creer que la novela es real.

—Tengo una cuestión con el tema de la ficción y la no ficción: creo que George Steiner tenía razón al decir que cuando uno habla, inventa. Es decir, la palabra es una invención del mundo. Nuestras vidas están atravesadas por la ficción desde el momento en que las cosas que pasan las procesamos, las elaboramos a través del lenguaje y las interpretamos, como decía Nietzsche “no hay hechos, solo interpretaciones”. En “Las cenizas…”, si bien hay un montón de cosas que ocurrieron, la forma en que se narran pasó por mi mente, mi lenguaje, y ahí creo que inevitablemente hay ficción.

—Y también su vida es una novela.

—Sobre esas experiencias más o menos extremas en mi vida, en general, no he escrito. Tal vez por temor a confundir lo que pasó, con mi recuerdo de lo que pasó, que no es siempre lo mismo. Pero sí, fue una vida muy marcada por esos años. Fueron grandes conmociones que después quedan en nada. Son grandes para uno, para los que lo rodean. Antes me preguntaban por el exilio y yo empezaba a contar… Y me daba cuenta que la gente no me creía, pensaban que estaba inventando y me retraía mucho por eso, trataba de no abundar en mis historias.

—Un poco como a Aurora Sánchez, la protagonista del libro, que a ratos parece que la historia la arrastra, no es ella quién decide.

—¿Y a quién no lo arrastra la historia? Aun aquellos que creen que están decidiendo a cada instante cómo comportarse, qué posición asumir, qué camino seguir. Inevitablemente, cuando el río comienza a bajar caudaloso, se los lleva puestos.

—¿Cómo fue reeditar “Las cenizas del cóndor” ocho años después de su lanzamiento?

—Cuando se publicó, en 2014, ni yo ni los editores teníamos muchas expectativas, porque iba contra la corriente. La gente no quería oír más del tema, además de tener casi 800 páginas cuando la industria pide libros cortos y fáciles de almacenar en la librería. Pero funcionó muy bien, las críticas fueron buenas. Ganó premios y siguió, no sé cómo. Los derechos expiraban y hay una adaptación para HBO, cuyo rodaje aún no empieza. Para mí es medio extraño volver a hablar del libro, porque incluso hay partes que no recuerdo bien, no se me ocurre ni por asomo volver a leerlo… después de publicado ya está, pero me alegra que circule, porque cuenta una historia que creo nos puede ayudar a entendernos un poquito más, a querernos un poquito más entre nosotros.

—El lector sigue la historia de Aurora porque tiene esperanza: espera por su libertad, espera recuperar a su hijo secuestrado apenas nació…

—Aurora desespera, pero no se resigna, siempre tiene, como ella dice, “un milagrito” por ahí. Ese es su motor, creo que a todos nos pasa lo mismo. Aurora desde su inmadurez e ingenuidad fue construyendo cierta resiliencia, capacidad de pensar en el mañana donde estaba inevitablemente su hijo. Y, junto con él, una vida que había que vivir.

—Katia, la agente de la KGB que la socorre, quizás habla un poco de la desesperanza: termina en la selva venezolana, lejos de la promesa del espionaje.

—Se convierte en una señora que trabaja limpiando una casa, ya no escondida, sino que para vivir. Eso es algo que me impresionó cuando vi la estructura del libro armado: cómo los distintos personajes cuentan las distintas maneras en que ocurre tu vida. No es cierto lo que dicen los libros de autoayuda del “usted puede”, “solo tiene que pensar positivo”, no, no, no. La vida de la mayoría de nosotros es miserable, atrapada por la rutina, por un trabajo que no nos gusta, en relaciones tóxicas; falta de orientación para ir hacia alguna parte, hacia dónde sea, pero ir. Katia, la agente del KGB, era una mujer extraordinariamente capaz, no una mercenaria y, sin embargo, terminó de sirvienta, lavando pisos en una casa ni siquiera en Caracas, sino en un pueblo que no te voy a decir cuál es (ríe).

—¿Cómo es trabajar con personajes reales? ¿Qué consecuencias tiene?

—Puteadas. Aunque el principal problema es negociar todo el tiempo cómo llevar adelante una relación. Estableces un vínculo que termina. Incluso con personajes que uno conoce de manera superficial, como un director del KGB para América Latina, Nikolai Leonov, un hombre extraordinariamente talentoso, gentil, doctorado en historia, que habla perfectamente español. Él ha visitado el continente un sinfín de veces y era el gran contacto entre la Unión Soviética y los partidos de izquierda acá. Cuando establecí el vínculo se mostró muy proclive a colaborar, le parecía una buena idea mi libro, así que me contó muchas cosas… Escribió su propio libro: “Tiempos difíciles”, que me lo tuvieron que traducir del ruso… Todo fantástico con este hombre, pero dos o tres meses antes de publicar “Las cenizas…” le avisé de la edición y me dijo: “No quiero que aparezca mi nombre en tu libro”, entonces tuve que cambiarlo, además de algunas características del personaje. De todas maneras, es evidente quién es él, porque en las correcciones se me pasaron algunos episodios sin darme cuenta. No sé si lo leyó. Pero ese es el problema: las personas cambian y un libro no se escribe en unas semanas.