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Yo desnudo


Hay un tipo que anda por el mundo reclamando justicia desde hace treinta años. Es uruguayo, es pobre, y además es negro. Siempre supo que todo eso le iba a jugar en contra, pero igual logró que la ONU le diera la razón en una sentencia histórica. Y hay una mujer, en Croacia, que estuvo durante cuatro décadas encerrada en su departamento del centro de Zagreb, rodeada de vecinos a quienes poco les importaba la vida de los demás. Tan poco les importaba, que ella se pasó casi medio siglo muerta en su cama sin que nadie se enterara. Y hay una ciudad subterránea, llena de fantasmas que huelen a naftalina y que se visten de gris para homenajear a sus antepasados. Situada en las costas orientales del Río de la Plata, dicen que allí el tiempo pasa más lento que en ninguna otra ciudad del planeta. Y hay un premio Nobel de literatura al que no se le entiende lo que dice, y un agente de la CIA que reclama diez mil dólares a cambio de información, y una foto de Fidel Castro con Mario Benedetti. Y también un hijo que busca a su padre, a quien acusa de ser un criminal de guerra. Y además hay un escritor que en pleno siglo veintiuno se va al fin del mundo para descubrir por qué se está muriendo, pero lo que encuentra en realidad es su propia memoria y decide escribir un libro: este libro.

Esas y otras historias están contadas en las páginas que siguen. Se trata de una colección de piezas que son también fragmentos de vida, aventuras en algunos casos conocidas y en otros casi secretas, o cuando menos envueltas en el recato de sus participantes, quienes por diferentes motivos mantuvieron sus experiencias en un cono de sombra.

Esas actitudes me espejan. Ocurre que muchas de esas historias me tienen como protagonista o, en ciertas situaciones, como espectador de primera fila. Para escribirlas tuve que vencer aprensiones propias y ajenas, y recorrer los recuerdos cual si fuera un camino cuesta arriba. Muchos años, muchos paisajes, pocas palabras en la mochila. Otros episodios no me pertenecen en absoluto, aunque siento que, a fuerza de hablar de ellos con quienes los vivieron y de investigar, leer y documentarme para llevarlos al papel, he terminado por hacerlos míos. Tal es el caso del hijo delincuente de Dan Mitrione, o de los fascinantes personajes que tejieron la urdimbre de la biblioteca china de Montevideo. Al fin y al cabo, si uno afina lo suficiente la punta del lápiz, acaba apropiándose de todas las historias. Difícil, en ocasiones dolorosa, la tarea tiene un cierto rasgo salvaje. No se me ocurre otra palabra para describirla. Es como estar metido en una de esas antiguas escenas de otro tiempo, que aún se conservan talladas en la piedra: un paseo a orillas del Éufrates, la caza de un león con lanza y cuchillo. Uno siente que no tiene nada para perder, excepto la vida.

El material reunido gira en torno a un eje temático que siempre me ha resultado de gran interés: los extremos. Los hay geográficos, pero también existenciales, políticos, culturales y religiosos. Algunos son propios y los confieso por primera vez en estas páginas. De otros, en cambio, poco o nada se sabe, pues el tiempo se encargó de que lo verdadero quedara sepultado por lo real. Su ubicación en el mapa de mi vida responde a intereses diversos y en ocasiones contradictorios. Eso es lo que subyace bajo el aparente desorden en la secuencia de las crónicas. No creo que las experiencias humanas deban preservarse como si fueran viejos frasquitos de medicamentos, debidamente etiquetadas y a resguardo de la luz y la humedad del ambiente. Por si acaso lo aclaro de entrada: esto no es una farmacia, sino un libro.

Tengo la opinión de que aquellas experiencias extremas por las que todos hemos atravesado –aunque en muchos casos ni siquiera nos hayamos dado cuenta de ello‒ encierran una fascinación vinculada con lo que nos dicen las peripecias en sí mismas, pero también con lo que no nos dicen, lo que nos ocultan de nosotros mismos y de la sociedad. En mi caso, exponerlas a la luz de la escritura implicó descubrir las razones y los sinsentidos de esos ocultamientos. Uno puede quedar desnudo cuando escribe, a merced de la humillación, el ridículo, la ira o la indiferencia. Son riesgos del oficio. Pero si acepta el desafío también puede hallar, en esa desnudez, una manera de resistir.

La forma de alumbrar estas ficciones verdaderas acabó de fraguar a bordo de un avión Hércules de la Fuerza Aérea Uruguaya, mientras volábamos a nueve mil metros de altura sobre el Paso de Drake rumbo a la Antártida, en febrero de 2015. Ocurre que la Antártida es el extremo de todos los extremos. Muchas nociones básicas acerca de la vida, la muerte, lo perpetuo y sus alrededores, en fin, el oro y la mierda de nuestra existencia, resultaron severamente cuestionadas por ese viaje a los confines. En los hechos, fue el acicate que necesitaba para regresar a Montevideo dispuesto a hacer lo único que sé hacer: escribir.

Cuando realicé aquel viaje yo estaba aún convaleciente de Las cenizas del Cóndor. Esa novela, publicada por fin luego de muchas idas y venidas en marzo de 2014, me llevó una década de angustias, frustraciones y miedos. Corregí, revisé, dudé. Hablé y discutí con mucha gente. Me consumió en cuerpo y alma. A fines de ese año me encontraba enfermo, exhausto emocionalmente y, creía yo, con el manantial literario seco. Sin saber por qué, sentía que la muerte me echaba el ojo. Hacía catorce meses que no escribía una línea. Supongo que seguía acosado por los espectros de la novela, que son los dolores de aquel tiempo. Pero ocurrió que una mañana, mientras caminaba solo al pie del glaciar Collins, en la isla Rey Jorge, pude por fin hurgar sin temor en mí, en medio de aquel silencio abrumador. Me fui a lo hondo. Registré los cajones de mi vida, y también de la literatura, la mía y la de otros. Me encontré con ese lazo tan ajustado y a la vez gozoso que me ha ceñido el cuello durante más de treinta años. Y me pregunté lo que muchos ya me habían preguntado antes: ¿por qué no está escrito lo que viví?

Había quienes opinaban que yo tenía material suficiente para hacerlo: la revuelta del 68, los tupamaros, el Chile de Allende, el exilio en Europa y antes en la Cuba de Fidel, la guerra como artillero sandinista en Nicaragua, algunos premios internacionales, fracasos grandes, querellas con la izquierda y la derecha, polémicas llenas de infamia, películas y guiones, amigos divertidos, enemigos feroces, amores y odios. Entonces, ¿por qué no escribir acerca de esas experiencias? ¿El dogal apretaba demasiado? ¿Acaso por miedo a lo que allí apareciera?

La respuesta vino sola, con el rescate y la escritura de estas historias. Todo tiene su tiempo, y la memoria debe salir airosa de las tentaciones que le pone el olvido, ya sea por horror o por vergüenza. Así que mi tiempo se agotó justo ahí, en ese extremo del mundo que es una especie de frontera de la existencia, donde casi nada parece posible. De pie junto al glaciar, viendo ese paisaje agobiante, pensé que ya era hora. No hubo ningún ruido, ni querubines entre los hielos, ni musas que llenaran de inspiración el pozo reseco de mi literatura. Lo único que hubo fue, de golpe, la convicción de que algunas historias que yo conocía era necesario contarlas. Sólo tenía que encontrar al león y cazarlo.

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