Roos y Rosencof en tres actos

       

Este texto, pensado como prólogo para la primera, y tardía, edición uruguaya de los sonetos de Mauricio Rosencof musicalizados por Jaime Roos, nació a partir de una reunión con ambos creadores, realizada en mi casa de Montevideo, en la noche del jueves 12 de enero de 2006.     


La idea inicial era explorar con ambos creadores el proceso de elaboración que llevó a la grabación del disco “La Margarita”, realizado con los sonetos de Rosencof y la música de Roos, presentado en 1994. La historia de ese trabajo creativo era, a priori, interesante y algo misteriosa, pues había reunido en un único rayo a dos creadores formidables. Si la génesis de los poemas que componen el libro era apasionante, por las circunstancias en las que habían sido escritos y preservados, la vida del disco “La Margarita” también tenía su misterio, pues se trataba de un producto más bien raro, poco promocionado, que había obtenido el reconocimiento del público y un enorme éxito de ventas con un perfil notablemente bajo, como si la inmensa popularidad de ambos artistas, al sumarse, hubiera consumado el milagro de la aceptación casi a espaldas del marketing, algo por demás inusual en la actualidad.

 

Sin embargo, hubo mucho más en esas charlas, pues conversar con Jaime y con Mauricio es como subirse a una montaña rusa: el diálogo va y viene, sube y baja y siempre depara una sorpresa más, un vértigo o un giro inesperado. Así las cosas, de esas entrevistas realizadas por separado con cada uno de ellos y en conjunto con ambos, surgieron un universo de reflexiones y complicidades, de bromas y anécdotas, de sentimientos compartidos. El diálogo de esa amistad es también la crónica de una sensibilidad común, la que une al rocanrol con la poesía, a la esquina del barrio, el carnaval y el tablado, con el mundo todo. Roos, metódico y detallista en sus apreciaciones acerca del proceso creativo, terminó contándome la arquitectura secreta de su trabajo. Rosencof, expansivo y memorioso, volvió una vez más al pozo donde lo enterraron en vida hace tres décadas para rememorarla a ella: la Margarita inefable de su juventud, la muchacha que él supo preservar del odio para plantarla, joven para siempre, en el corazón de todo un pueblo.

 

Está el libro y está el disco. Está el músico y está el escritor. Y está la comunión de los dos creadores, los amigos que se empeñan en festejar la simple existencia y que sueñan con proyectos comunes para el futuro. Debe señalarse que ambos realizaron varios trabajos en conjunto, como “El vendedor de reliquias” y “El regreso del Gran Tuleque”, por lo que no es para nada descabellado esperar nuevos aportes. Lo que sigue, entonces, es la trascripción de esas conversaciones, tal como fueron oídas y registradas por quien ahora las escribe.

 

Primer acto


Mauricio: Mirá, Jaime: en mi barrio también había quilombos.

 

Jaime: ¿Ah, sí...? ¿Cuántos?

 

M: Y, había...

 

J: En el mío era lo que quedaba del Bajo. En cuatro cuadras había cuatro quilombos, sin considerar las chicas que atendían a domicilio en sus respectivos conventillos... Atención personalizada.

 

M: Pero...

 

J: No podés pelear contra el hampa del Barrio Sur. ¡Pará, Mauricio!

 

M: Je, je...

 

J: A las bochas perdimos, eso sí. Cancha de bochas había pocas.

 

M: Yo pensé que éramos más o menos de la misma época... Te aclaro, Jaime, que uno de los barrios de mi infancia fue la esquina de Gonzalo Ramírez y Santiago de Chile. O sea: Sur y Palermo. Donde estaba el Atenas...

 

J: Ah, pero yo creía que tu barrio era La Blanqueada.

 

M: Eso fue después, cuando apareció Margarita.

 

J: O sea que tenés una infancia de Sur y Palermo...

 

M: Digamos una primera infancia...

 

J: ¡Somos del mismo barrio!

 

M: Seguro. Y un poco más abajo -y un poco antes también-, estaba Seregni.

 

J: Y Onetti nació en el Barrio Sur.

 

M: Debe ser el aire...

 

J: Y sí, Mauricio... Algún prócer tenemos.

 

M: Y allá en Garibaldi y Humaitá era el mundo... El barrio de la infancia era una gran aldea, donde estaba el centro de la existencia, con las edades y las extracciones más variadas, donde podías escuchar embelesado las memorias que conservaba el quinielero del barrio, que estaba con su saco gris como si fuera un uniforme, y desde la mesa del bar te contaba que Florencio Sánchez era del barrio, y te contaba una historia de Florencio Sánchez... Entonces te sentías identificado con el barrio. Teníamos grandes figuras ahí, y el Tito Fermi de alguna manera recogía ese espíritu. Él era corredor de caramelos Zabala y no sabia música, pero era silbador, un gran silbador, y componía canciones así, silbando. Y escribió la primera obra de teatro que yo vi en mi vida, y que se estrenó en la cancha de bochas del club Tuyutí. La obra se llamaba “No hay barrio como mi barrio” y su autor era el Tito Fermi. Era una historia fantástica: a la muchachita buena del barrio el novio se le piantaba porque quería ir a “conquistar el centro”... ¡Conquistar el centro! Imaginate, desde ese lugar había que caminar dos cuadras hasta 8 de Octubre, tomar el tranvía 54 y llegar hasta La Vascongada, en 18 y Julio Herrera. ¡Flor de conquista! Bueno, el pinta llegó hasta ahí, el centro lo dejó mal, lo rebotó, y él pegó la vuelta y regresó a la noviecita buena... ¡Y ese era el argumento de la obra, una comedia musical escrita por el corredor de caramelos Zabala y estrenada en el club de bochas del barrio!

 

J: ¡Qué historia!

 

M: Me acuerdo de la “Milonga del verdulero”, uno de los versos decía: “Y mi viejo fue el botón/ el más canchero que había/ el día de mi bautismo/ cerró la comisaría”. El Tito era una especie de Leonardo da Vinci del barrio, porque los muñecos del tablado los hacia él, y había pintado la marina que adornaba el único muro libre de la pista de baile del club Tuyutí, donde dicho sea de paso aprendías a bailar cruzado, porque el baile no se suspendía por mal tiempo y había goteras, entonces las gotas iban cayendo y vos tenías que bailar esquivándolas... Y ahí agarrabas cintura. ¿Sabés lo que pasa, Jaime? El barrio era un mundo.

 

J: Como todos los barrios.

 

M: Como el barrio Sur, Jaime... Aquello de “Durazno y Convención”, con esa descripción de la vida y los personajes del barrio...

 

J: El barrio Sur es un barrio costero, pero tiene una cosa muy particular: es uno de los pocos lugares en la costa montevideana donde hay pobres. Y está la fuerte presencia de la cultura afro uruguaya, los candomberos, los morenos... En la esencia son iguales. Eso que vos decías de la aldea: para mí era una aldea. Vos veías al quinielero con su guardapolvo gris, y yo veía al relojero. Mi barrio era un barrio de mucho malandrinaje, a diferencia quizás de La Blanqueada. A dos puertas de mi casa había un quilombo, enfrente había una “casa de huéspedes”, como se decía en aquella época: “La verbena”. Y las yiras taconeaban delante de mi casa. A veces yo estaba con mi vieja en la puerta y ellas pasaban y le decían: “Qué lindo nene”, y mi mamá las dejaba que me dieran un beso en la mejilla...

 

M: Es que los tiempos de la vida eran distintos. Claro, después todo cambió.

 

J: Quizá también yo sea el benjamín de todas esas generaciones que vivieron lo que era el Uruguay antiguo, ese que se quebró allá por el 66, o el 68, por causas que se venían arrastrando desde antes. Ahora, está claro que si yo le canto a mi barrio es porque yo fui feliz en mi barrio. Yo viví en Europa diez años, y estaba desesperado por volver al Uruguay. Y eso era porque yo había sido feliz en mi barrio... Una vez iba con Hugo Fatorusso, que estuvo como veinte años o más afuera, y caminábamos por la calle y me acuerdo que él dijo: “Si estás en Montevideo y estás solo, te acompañan los autos y los árboles”. Me quedó grabada esa frase. Es linda, no?

 

M: Es linda y encierra todo un contenido cultural. Mirá vos, por ejemplo, el recorrido cultural que hizo una receta que recibió en herencia doña Catalina, italiana ella, madre del Fito, que atendía el almacén y además intercambiaba recetas con mi vieja. Resulta que el otro día, tantísimos años después, voy a la casa del Fito y él saca de un bollón de vidrio unos bizcochitos de miel. Y era la receta que mi vieja le había dado a doña Catalina y que él, por esa vía, había heredado y conservado. Entonces la cultura tiene también esos ciclos... Como que no todo está perdido.

 

J: Pero se conserva poco.

 

M: Es cierto. Se conserva poco y en pocos lugares.

 

J: Yo vivo a seis cuadras de donde nací, y te lo resumo en una frase: ya no hay niños jugando en la vereda.

 

M: Fijate, Jaime, cómo todo tiene que ver con todo. ¡Qué notable! Yo recuerdo el día en que nos conocimos, porque había ido a Jaque a cobrar una nota que se había publicado en el número anterior. Y vos estabas ahí por lo mismo. Y la nota mía contaba una historia que tiene mucho que ver con esto que estamos hablando. La nota se titulaba “El viejo de la bolsa”.

 

J: ¡Ah, sí! Ya me acuerdo de esa nota.

 

M: Era una historia mía, y era sobre el barrio, y era sobre los niños y la vereda. Resulta que cuando yo salí de la cana no tenía casa donde vivir, y me quedaba en un sitio, me quedaba en otro... iba de aquí para allá... Pero uno conservaba la costumbre de la cana: cada vez que nos trasladaban, si yo quería salvar el tabaco, las alpargatas, la yerba, entonces tenía que tener el bolsito preparado. Y yo andaba con un bolsito. Después de la cana, en el 85, siempre me movía con un bolsito. Entonces decidí hacer una peregrinación al viejo barrio. Me fui aproximando lentamente a la antigua casa de los viejos, que tenia dos números: el 2877 de la calle Garibaldi, y otra chapa ovalada de antimonio gris que tenía el 522 bis, que se ve que fue la primera chapa que tuvo, cuando la Avenida Garibaldi era Camino Garibaldi. Bueno, ahí estaba yo en mi peregrinación, con mi bolsito, año 1985. Ya había oscurecido, y llegué a la puerta de la casa de los viejos, de donde los sacaron a ellos, y de eso me acuerdo para siempre... Entonces me quedé contra el plátano, tocándolo, porque estaba buscando a qué altura había quedado el clavo que el viejo tenía ahí, en el árbol, que era donde colgaba la jaula con el cardenal. Yo buscaba a qué altura había llegado el clavo con el paso de los años, y estaba en ese estado de ensoñación, cuando se abrió la puerta de la que había sido mi casa y salió una niña que se quedó ahí parada, mirándome. La saludé y enseguida salió la madre, me miró y claro, para ella y para la niña, yo era como el viejo de la bolsa. La mujer ordenó: “Nena, para adentro”, se mandó para adentro y cerró la puerta. Ese fue mi rencuentro con el barrio.

 

J: No te conocían...

 

M: No sabían quién era... Claro, después, otro día me fui para 8 de Octubre y me encontré con el Mono, el Monarca, y con Carlitos Bustamante y con Martinucho, y ellos habían arreglado para que yo pudiera ir a la casa de mis viejos, así que fuimos, me dejaron entrar y estuve en la casa. Hasta brindamos... Pero ya era otro Uruguay.

 

J: Claro,  y yo conocí por razones generacionales no solamente aquel Uruguay, sino también a su gente y también sus códigos, su forma de relacionarse. Pertenezco a una generación del rocanrol, la generación del 68 estudiantil, pero como estudiante yo tenia catorce años en el 68, y el primer cóctel molotov que vi en mi vida creo que fue el primer cóctel que se tiró en la huelga del boleto, en el liceo Rodó, antes de la ocupación del liceo. Me estalló a un metro ese cóctel... y venían los ómnibus de Cuctsa por Colonia, pararon y se armó un lío bárbaro... Ahí empezó toda esa movida, y a pesar del shock que tuvo todo eso a nivel cultural y a nivel filosófico, y también a nivel del idioma, yo conocía a fondo aquel otro mundo... Entonces, yo pienso que cuando uno está conociendo a Mauricio Rosencof está conociendo aquel mundo también, que no es un mundo vetusto, ojo, porque vos, Mauricio, tenés más rocanrol que un Velódromo lleno...

 

M: Se agradece, Jaime.

 

J: Lo digo esto para entender la sintonía mutua, desde aquel día cuando nos conocimos y nos pusimos a hablar. Lo que pasa es que, como artistas que somos (y a mí no me gusta mucho la palabra “artista”, pero en definitiva es lo que somos, porque tanto vos como yo hemos vivido, como vos decís, “de entretener a la humanidad”), bueno, como artistas que somos enseguida nos pusimos a hablar de esto y de aquello, de estética y de barrio y por qué no de proyectos... Y un buen día viene la propuesta para hacer la música de “El regreso del gran Tuleque”, que para mí era muy significativa, puesto que el Tuleque había sido la primera obra de teatro (que nadie lo dice, o algunos lo dicen, pero casi nadie lo recuerda) en la que había una murga en el escenario, y su lenguaje era murguero, y la estética era murguera... Y hablo del año 61, no?

 

M: En realidad, fue en 1959.

 

J: ¡Imaginate! Y para mí, hacer la música de El Regreso del Gran Tuleque no era algo menor, puesto que yo había llevado adelante el concepto de la murga mas allá del tablado de carnaval, durante los diez o doce años previos. Y el hecho de saber que un precursor de todo eso me convocaba... Bueno, para mí fue una fiesta.

 

M: Y de esa obra contigo salió la Despedida del Gran Tuleque, que tuvo un éxito bárbaro.

 

J: Hay sintonía, no?

 

M: Si habrá, Jaime... Mirá: el otro día vino a casa Arturo Horacio Ferrer y me preguntó qué había pasado con la ópera.

 

J: ¡La ópera! ¿Te acordás de la ópera?

 

M: Escribimos juntos ese guión caminado por los bosques de Suecia. Es una ópera murga.

 

J: “La tierra del eterno carnaval”.

 

M: ¡Claro! Un título precioso: “La tierra del eterno carnaval”... Por ahora la tenemos en barbecho.

 

J: La culpa es mía... ¡Si teníamos hasta el reparto!

 

M: Sí...

 

J: Y, calculo que en dos días hicimos el ochenta por ciento de la ópera murga... Faltó el veinte por ciento, que ha quedado postergado en estos últimos diez años. Pero, bueno...

 

M: De esa época yo tengo una enorme satisfacción, y es que pudimos introducir la murga en Suecia, con una obra titulada “El señor Sjobo”, que era el nombre de un pueblo. Resulta que las autoridades del Parktheater nos habían contratado para escribir una obra sobre la inmigración en Suecia, sobre cómo recibían a los inmigrantes.

 

J: Perdón, Mauricio. Aclaremos: te contrataron a vos, y vos me invitaste a mí... 

 

M: Sjobo era un pueblo en el que hubo un plebiscito: si aceptaban o no a los inmigrantes en el pueblo, y habían decidido que no los iban a aceptar. Y la obra la hicimos con murga... ¿Eh, Jaime? Estaba el Pepe Veneno...

 

J: Y Caligari...

 

M: ¡Estaba Caligari, sí!

 

J: Hablando en serio: la compañía teatral con la que hicimos “El señor Sjobo” es muy importante en Suecia. Se llama Parktheater, el Teatro de los Parques, que hace dos obras por año en los dos meses de verano que hay allá. Ellos agarran un mes y recorren todos los parques con una obra; y un segundo mes con la otra obra.

 

M: Y qué nivel técnico...

 

J: Y sí, te acordás que los escenográfos y los vestuaristas y los iluminadores eran los de las películas de Bergman.

M: Y además la pasamos bárbaro...

 

J: Si antes de eso éramos amigos, después de convivir en Suecia un mes y pico terminamos siendo hermanos.

 

M: Tal cual. Me acuerdo que un día me dijiste: “Vení que estoy componiendo algo, a ver cómo lo sentís”. Y me cantaste “Colombina”. Eso fue en el 90...

 

J: En junio del 90, comienzos del mundial de Italia... Yo había escrito la letra de “Colombina” en enero de ese año. La música ya la tenía, pero la estuve puliendo, y te la mostré ahí, en Suecia... Creo que fuiste de las primeras personas que la escuchó terminada.

 

M: Me encantó “Colombina”. De entrada me encantó... Y me sigue encantando.

 

J: Pasaron unos cuantos años...

 

M: El encanto permanece.

 


Segundo acto


Jaime: Para mí, como músico, era quitarle el alma a esa obra si no aparecía la voz de Rosencof.  Él es muy buen decidor, y tiene una forma de hablar y un acento del barrio montevideano que prácticamente está perdido. Y además es el autor de esos sonetos... Tenía que estar en el disco, y por suerte estuvo.

El primer trabajo artístico que hicimos con Mauricio fue la obra de teatro “El regreso del Gran Tuleque”. Él me ofreció hacer la música, lo cual me honró y emocionó. Ya nos habíamos visto un par de veces, porque ambos éramos en aquel momento periodistas del semanario Jaque, y creo que la estética murguera de la obra fue la que le pidió a Mauricio mi presencia... Conversamos y terminamos haciendo una recorrida de boliches aquel día, como era de esperarse. Obviamente me puse a trabajar en la música del espectáculo, que tenía dos sectores: uno era el murguero, con varios temas. El último de esos temas es la despedida del Gran Tuleque, que fue una canción que después grabé en un disco mío, con letra de Mauricio y música mía y que se convirtió en un gran éxito... Aquella: “por los chiquitos que faltan/ por los chiquitos que vienen:/ uruguayos/ nunca más”... Ese tema tenía éxito en la propia obra, la gente salía cantando el tema... Entonces, decidí grabarla en el disco, que tenía como título “Sur”. Te estoy hablando de fines del año 87... El otro sector musical de la obra eran cuatro temas que interpretaba el Tuleque, y que estaban sacados de una obra llamada “Mi amor por la Margarita”, que no era una obra de teatro, pero Mauricio –que como artista sabe echar mano a lo que sea, cuando sea y como sea— filtró, o infiltró tal vez, esos cuatro temas de “Mi amor por la Margarita”, que eran canciones de amor que le cantaba el Tuleque al personaje de Margarita en la obra. Tres de esas músicas resultaron definitivas para el trabajo que a posteriori se realizó, y a la cuarta le saqué la música, le puse otra de acompañamiento, y se convirtió en el recitado inicial, el primer tema de “La Margarita”, el primer poema del libro. Entonces, cuando yo vi esos poemas, esos sonetos que me parecieron impresionantes, le pregunté a Mauricio: “¿Y esto qué es?” Y él, así como si nada, me dijo: “Son sonetos”. Después me explicó un poco más: “Esto pertenece a una obra que se llama ‘Mi amor por la Margarita’, que es una historia de amor contada en sonetos”. Yo me interesé enseguida: “¿No me la mostrás? Me gustaría leerla...” Y él me dijo: “¿Y si le ponés música...?”. Mauricio se entusiasma enseguida con cualquier atisbo de cosas que a él le parezca que puedan quedar bien, es un tipo tremendamente entusiasta y ansioso al mismo tiempo... Así que a la semana él ya tenía pasados a máquina los sonetos de “Mi amor por la Margarita”. Ahí estaban los veintiocho sonetos iniciales.

Los leí, y me acuerdo que en aquel momento la que era mi mujer, Estela Magnone, también los leyó y me dijo: “Esto es increíble”. Y era. Así que le dije a Mauricio que quería ponerle música y que quería hacer una suerte de cantata con “Mi amor por la Margarita”, a lo cual él me dijo, bien a lo Rosencof: “Por supuesto, botija. ¡Vamo’ arriba!”. Ahí yo le puse una condición: no le podía dar esos sonetos a nadie más para musicalizar, por lo menos hasta que yo hubiera hecho mi versión. Después, si aparecía otra persona que quisiera ponerle música... Eso era otra cosa. Y Mauricio agarró viaje: “Te doy la exclusividad. Esto no se va a publicar en libro hasta que no salga el disco.” Claro, él nunca se imaginó que iban a pasar seis años entre esa conversación y el momento en que se grabó “La Margarita”. Y así fue: “La Margarita” se terminó de grabar seis años después de aquella charla.

El trabajo se fue demorando porque yo también tenía cosas en la cola para hacer. Mauricio tenía varios libros inéditos, y yo tenía muchos trabajos pendientes: por ejemplo, mi disco “Estamos rodeados”, que tiene canciones como “Colombina”, “El hombre de la calle”, “Inexplicable”, y otras que estaban esperando... Bueno, yo soy lento para trabajar, porque técnicamente soy un poco obsesivo, desde el punto de vista de la composición tiro mucho, corrijo mucho... Y después de “Estamos rodeados”, recuerdo que la Asociación Uruguaya de Fútbol me pidió que sacara una canción para Uruguay, y ahí se hizo la canción “Cuando juega Uruguay”... pero ya en aquel momento me había puesto a trabajar en “La Margarita”. En el año 89 la mitad de las canciones estaban hechas, aparte de las tres que quedaron de la obra de teatro, que fueron “El beso”, “Maga” y “En la esquina”, que es la canción final. Hice cinco o seis temas en el año 89, en diez días; y en el 91 me acuerdo que en una semana terminé los otros seis temas. La composición fue muy rápida.

Cuando empecé a componer los temas de “La Margarita” yo tenía claro para dónde rumbear, pero no me imaginé el resultado final. Nunca te imaginás el resultado final de un trabajo artístico. Eso es imposible en el arte y, salvo que uno tenga una cosa prefijada de forma clara, no sabe en qué va a terminar una aventura, especialmente una aventura como esa, que era muy particular para un músico... Me acuerdo que en aquel momento le puse música a dos sonetos más que fueron saliendo y entrando del disco, al final salió uno, el que hablaba de los boleros, porque a ella le gustaban los boleros y no el tango, y por fin lo termina convenciendo a él... Al final ese tema salió y entró la canción “Golondrinas”. Esa la escribí en Montevideo tres meses antes de grabar, arriba del escritorio de mi oficina, a las 8 de la noche, cuando todo el mundo se fue agarré la guitarra y en quince minutos salió esa música... “Golondrinas” fue la ultima que atravesó el umbral.

Yo tomé “La Margarita” como un desafío musical, en el que no podía cambiar ni un punto ni una coma de los textos. Lo único que podía hacer era repetir un par de versos, inventar estribillos, siempre y cuando eso tuviera lógica. Pero no podía cambiar nada del texto, ni una palabra, ni podía agregarla... Me parecía que los sonetos eran perfectos, entonces yo tenía dos opciones: o los despedazaba, utilizando frases de los sonetos, pero agregándole algunas cosas para que se volvieran más “estribilleros” y más largos, o los respetaba tal como eran. Y bueno, me ceñí a esa divisa: el respeto textual absoluto. Por otro lado era un desafío para mí, como músico, y a la vez me daba mucha alegría trabajar con una letra tan buena. Yo estaba un poco harto de que cada vez que me nombraran una canción me dijeran: “che, qué buena que es ‘Brindis por Pierrot’, que buena letra que tiene... Che, qué temazo ‘Colombina’, que linda letra...” Y nunca me decían: “qué buena la música”. Bueno... nunca no, pero en el noventa y cinco por ciento de los casos la gente tiende a hablar de la letra de una canción, y se olvida que la música es tanto o más importante que la letra... Pero con “La Margarita” yo sentí que era un desafío, no en cuanto a la aceptación, a la popularidad; era un desafío conmigo mismo, aunque en definitiva tampoco fue ese el motivo de hacer el disco...

El motivo principal fue hacer algo bello. Tan simple como eso. A mí me deslumbraron esos sonetos. Y creí que con una música adecuada se podía hacer una cantata, que es una sucesión de canciones que son capítulos de un mismo argumento... Sí, hacer algo bello.

Me encontré con un problema que eran los veintiocho sonetos. Era demasiado para una obra musical. La duración de “La Margarita” es de cerca de cuarenta minutos. Y ahora que está terminado el disco, te podría decir que es una duración perfecta. Entonces, por un lado veintiocho sonetos era demasiado, y por otro lado me preocupaba que el disco no se estancara en relación al argumento, porque si vos te fijás, todos los sonetos elegidos siempre tienen un pequeño paso hacia adelante en cuanto a esa historia que está aconteciendo. Incluso en ese momento de remanso, que está después de “El beso”, que viene la canción de Robert Mitchum, que vienen “Lluvia” y “Nocturno”, que es cuando ellos están enamorados y empiezan a vivir su amor, que es un momento de plenitud y donde aparentemente no hay ningún paso adelante, pues ahí sigue avanzando, todo avanza sutilmente. Está ese amor, cada vez más intenso, hasta que después se continúan dando pasos: proyecto de casamiento, el miedo a que se rompa esa felicidad, y el corte abrupto, final, donde uno nunca sabe qué paso con el protagonista y con Margarita... Uno nunca sabe por qué se separaron... Yo pienso que ese final es verdaderamente magnifico desde el punto vista de la literatura, ese no saber qué pasó... Dice cosas muy fuertes: “en esas veredas que camino confiado/ porque sé que en la esquina, aguarda Margarita” Se me pone la piel de gallina ahora, al decirlo, tantos años después... Entonces, le pedí permiso a Mauricio y él me concedió total libertad para seleccionar los sonetos, que resultaron ser quince, y que podrían haber sido dieciséis o catorce...  A mí me cerró con ese tiempo y con esa estructura. Obviamente, cuando estuvieron seleccionados los poemas, antes de empezar a hacer nada se los mostré a Mauricio, le expliqué que había sonetos que eran tan bellos como los otros pero que eran paisajes, pinturas accesorias que estaban en un mismo nivel de tiempo; y que había alguno incluso que podría resultar repetitivo. Y yo quería que la historia progresara... Y cuando se editó el libro Mauricio se ve que me escuchó y eliminó tres poemas, así que de los veintiocho sonetos quedaron veinticinco...

El proceso musical fue completamente independiente de Mauricio: él no tuvo contacto con mi trabajo hasta que estuvo terminado y editado, salvo el día que fue a grabar sus recitados. Es un álbum colorido en cuanto a los distintos estilos que se abordan: hay candombe, murga, milonga, tango, y hasta valsecito criollo... muchas milongas hay... Y bueno, yo sentí que la música tenía que ser en colores, como son los sonetos. No de colores lánguidos sino de colores mediterráneos. Y estos temas tenían que armar un mosaico colorido, que se convirtieran en una sola pieza. Fue difícil pensar en cómo poner y por qué poner a Mauricio en el disco. Para mí la primera canción, el primer poema, no forma parte de la historia, sino que es una introducción que acontece a posteriori, que está después de los sonetos que le siguen: aquello de “Usaba blusa blanca y pollera tableada...”  Me pareció que eso lo tenía que recitar él y yo tenía que hacerle la música, y que tenía que ser una música como de un patio lleno  de plantas, como con cierta humedad, con una claraboya, la luz de una claraboya. Y pensé que la voz de Mauricio debía sonar como saliendo de una de esas radios antiguas, de madera... Para mí la historia en sí comienza en el segundo soneto: “La vi una mañana cuando iba al almacén” y entro a cantar. En definitiva yo soy el intérprete, soy el que cuenta la historia a partir del segundo soneto, porque el primer poema es un prólogo a lo que viene después.

Desde el principio me sentí muy identificado con la atmósfera de “La Margarita”, que cuenta una historia que no sucede en mi barrio sino en La Blanqueada. Yo soy del barrio Sur pero lo que ahí se cuenta es exactamente lo mismo que yo vivía en mi barrio, y también lo que vivieron tantos argentinos de Buenos Aires, de los barrios porteños. Hay algo que es muy nuestro, muy rioplatense. Y Mauricio maneja un mundo y un lenguaje que combina lo naïf, el kitsch criollo, el universo gardeliano y el “ingrediente Rosencof”. Entonces, lo que a primera vista puede parecer ramplón, chabacano o frívolo, no lo es en lo absoluto. Está manejado como parte de un estilo que es muy difícil de alcanzar. Están esos personajes que son arquetipos del barrio, y son muy pocos personajes, muy definidos, y hay una habilidad como dramaturgo que maneja una historia, y que lo hace como un novelista o, en este caso, como el dramaturgo que era Mauricio, que luego también sería el novelista. Entonces, es muy importante resaltar este aspecto: la música no fue kitsch ni naïf, la música fue localista, filtrada a través de mi estilo, que es fusionado con músicas más universales. Yo no estoy haciendo milonga, estoy haciendo milonga rock; no estoy haciendo murga, estoy haciendo murga rock.

Con “La Margarita” yo necesitaba una coherencia tímbrica, porque si no era como una tienda de empeños, un cambalache. Yo no podía hacer, como me hubiera gustado, la canción final con un cuarteto de cuerdas: “Qué misteriosa brisa...” Lo hice con la guitarra, porque si hacía lo que me gustaba me quebraba la tímbrica. Entonces busqué una tímbrica absolutamente popular: un combo de los años ’70, con batería, bajo, guitarras acústicas y eléctricas, piano, acordeón y órgano. Y punto. Como una banda muy famosa que se llamaba precisamente “The Band”, que en su momento acompaño a Bob Dylan y que tocaba con esos instrumentos. Entonces todo el disco está tocado con esos instrumentos. Es más: el piano siempre es el mismo, el órgano también... Salvo en ocasiones en las que me tomo la licencia de introducir una murga, por ejemplo, en el soneto “La mirada”, con Los curtidores de hongos. Yo creo que mantener esa línea fue un acierto, porque el oyente (que no sabe nada o casi nada de esto que estoy hablando ahora) cuando escucha no siente que está metido en un cambalache. Son canciones muy distintas, pero sin embargo los sonidos son siempre los mismos. Tuve que renunciar a una ambición orquestal, pero también era otro desafío: “Bueno, tenés esto para cocinar, tenés estos ingredientes, a ver cómo hacés...”

Además, para exagerar el asunto, no hice ningún clip de “La Margarita”, porque no quería que se identificara con imágenes concretas. “La Margarita” no se pasó por la radio. “La Margarita” no tuvo ningún hit. Ni siquiera tuvo críticas en los diarios. Es el único disco que hice donde no hay ninguna canción que se volviera popular... Bueno, entonces vos decís: ese disco no lo compra nadie. Y sin embargo fue disco de platino en seis meses, y me ha dado alegrías absolutamente insólitas... Hasta el día de hoy creo que es el disco mas recordado por la gente. Y en la Argentina más que acá... Tengo una anécdota que para mí es muy preciada, porque es sencilla. Es así de sencilla como La Margarita: estoy en Florida y Corrientes, en medio de la maroma. Hay una boca de metro ahí, la escalera que desciende... Y aparece una piba con pinta de rocanrolera, mochilita en la espalda, zapatos que parecen championes, vaqueros... Me dice: “Jaime”. Me doy vuelta, la miro y ella me dice: “Gracias por La Margarita”. Se dio vuelta y se metió en el metro. Se tiró por las escaleras para abajo, se fue, no me dijo más nada. Esa piba tenía dieciséis o diecisiete años.

Mauricio oyó el disco terminado, ya editado. Lo escuchó en Madrid, un día que para mí fue inolvidable... Lo que pasa es que cuando estaba preso Mauricio creía que se iba a morir y que “La Margarita” iba a desaparecer con él en el calabozo... Bueno, aquel día yo pasaba por Madrid por otros motivos, y justamente él estaba allí, así que fui a su casa con el disco editado. Él miró la tapa y se puso a reír. ¡No paraba de reírse! Era una sola carcajada... Nos empezamos a tomar un whisky, escuchamos el disco, y cada canción que pasaba él se reía y se reía. Y después terminó el disco y me dijo: “Ponelo de nuevo”, y siguió riendo, y decía: “No puedo creerlo”. Y después terminó el disco y otra vez me dijo: “Ponelo de nuevo”... Y después de escucharlo por tercera vez, recuerdo que venía un partido del mundial: Argentina-Grecia, jugaba Maradora, aquel día fue cuando lo mandaron en cana por la efedrina... Y bueno, fuimos a ver el partido y después escuchamos el disco una cuarta vez. Él estaba feliz y yo estaba muy feliz.

En el momento de la creación no me pesó el hecho de que Mauricio hubiera estado trece años bajo tierra, y que a los diez años de estar adentro de un pozo hubiera escrito “La Margarita”. Creo que si hubiera pensado en eso directamente cerraba el estuche y a otra cosa. Claro, no dejo de maravillarme al pensar en las condiciones en que “La Margarita” fue escrito. Luego, leyendo la novela “El bataraz”, que para mí es una obra maestra, entendí mucho mejor la importancia que tuvo escribir cosas como “La Margarita” para Mauricio. Él se agarró de ese leño para no hundirse. Y no se hundió.

 

 Tercer acto

 

Mauricio: El Pepe estaba en una punta y el Ñato en la otra... Yo estaba en el medio... y no teníamos espacio para nada. Había una tarima que la bajaban, que te dejaba de ancho sesenta, setenta centímetros como mucho, y en los dos metros reglamentarios que vos tenías habían puesto un cordón que no podías pasar, que tenía como dos metros por uno ochenta. La única cosa que uno podía hacer ahí, en el fondo del pozo, eran flexiones. Y reflexiones. Se podía pensar. O soñar, que era más o menos lo mismo...

- “La Margarita” fue un sueño, una serie de sueños a la que después le di una estructura dramática y poética... Por ahí surgieron los recuerdos de todos los amores de la adolescencia, que se convirtieron en uno. No hay una Margarita, sino que son fragmentos, instancias de distintos amores de adolescente... Esas sensaciones primarias son inolvidables...

- Claro que no teníamos autorización para escribir ni leer, hasta que un día ocurrió lo del cabo, que llegó al calabozo y en tono perentorio me preguntó: “Manda decir el sargento si usted es el escritor”. Y yo pensé: “La crítica teatral hasta acá no llega, así que no pierdo nada”. Y entonces le contesté tímidamente que sí. Y enseguida: “Manda decir el sargento que le escriba una carta a su novia”. Se refería a la novia del sargento... Entonces me trajeron una tabla de escribir, yo le pregunté más o menos cómo era la cosa y ahí comenzó la historia, que me ayudó muchísimo porque seduje a la pobre mujer y después empezó a desfilar todo el cuartel. Un día llegó un soldado con la siguiente lógica reclamación: “Yo no soy sargento, pero tengo novia”. Fue un servicio muy popular...

- Entonces, como tenían que darme el papel y el lápiz y eso estaba prohibido, por razones de seguridad yo tenía que hacer el texto al momento, sobre el pucho... ¡Andá a hacer una carta o un poema en diez minutos! Así que, con más ingenio que otra cosa, me especialicé en acrósticos. Llegaban los pintas, y yo: “¿Para quién es la carta?” Me decía uno: “Para Maruja”. Y yo escribía Maruja, en la vertical, y después inventaba frases horizontales... Había uno que siempre me pedía: “Rosencof: ¿no me hace un acrílico de esos?

- Toda esa creación tenía un fabuloso valor de canje: un cigarrillo, un huevo duro, alguna noticia... A alguien con quien tenía más confianza le pedí la parte de adentro de la birome, y él tenia hojillas de fumar. En aquel entonces yo ya tenía la línea argumental completa. Como decía Quiroga: nunca escribas la primera línea de un cuento hasta que no tengas la línea final. Y yo tenía la saga de La Margarita en la cabeza, la tenía completa, porque la había soñado completa. Tenía toda la historia... No estaba versificada, pero cuando agarré la parte de adentro de la birome que él me dejó por setenta y dos horas, ahí escribí todo de un saque.

- Me acuerdo una vuelta que estábamos con el flaco Raúl Castro, que él empezó a comentar: “Yo sé el trabajo que dan estas cosas... Lleva años hacer los sonetos...” Jaime y yo nos miramos y nos reímos, porque esta historia la había escrito en setenta y dos horas. Y después vino toda la peripecia. Había salido en el dobladillo de la camiseta... Yo hacia un tubito con el papelito, lo ponía ahí y salía...  Y así salieron del calabozo esos sonetos

- En mi cabeza todo funcionaba todo el tiempo... El problema era que cuando se agotaban las historias verdaderas que vos habías tenido en tu vida, empezabas a elaborar con otras cosas: recordabas todas las películas, todas las conversaciones, todos los argumentos... Pero llegaba un momento en que había que escalar cada segundo del día, cada minuto... Sir Edmund Hilary escalando el Everest era un poroto al lado nuestro. ¡Y había que escalar! Así que después que repasábamos las películas y los libros empezaba otro juego: yo reinventaba las relaciones de amor con fulana o con mengana, con todas las noviecitas... Esas relaciones, en la imaginación del calabozo, no se interrumpían, no había rompimiento ni nada. Así que había casamiento, familia... Y llegaba un momento en que tenía tanto botija alrededor que aquello era una guardería... ¡Era una cosa impresionante!

- Para mí trabajar con Jaime fue una experiencia extraordinaria, porque él es un gran artista pero sobre todo porque es un tipo entrañable. Él ha compuesto temas que son verdaderos clásicos de la cultura popular uruguaya, y participar de alguna manera en eso fue formidable. Además, hemos construido una amistad que, con el paso de los años, es una hermandad. Tengo un hermano ahí. A Jaime lo admiro mucho y lo quiero mucho.  Jaime pasó a ser, para mí, un puente, un enganche con una generación que había perdido. Había perdido su música, sus libros, las películas. Dueño de una cultura firme y en crecimiento y de un talento que me sorprendía y me integraba. La murga, en la música de Jaime, se hermanaba con la murga que llevé al teatro. Y así fue que se hermanó nuestra búsqueda con nuestra amistad.

 

Bloque de texto e imagen
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Texto publicado en la edición de libro y CD La Margarita (Alfaguara/ Bizarro) en 2006.