Hemisferio izquierdo

Es evidente a estas alturas del siglo veintiuno que el capitalismo como sistema económico y social ha obtenido enormes logros en su lucha por hegemonizar ideologías y comportamientos, tanto colectivos como individuales. La realidad muestra que, tras el colapso de la Unión Soviética y el casi inmediato desplome del llamado “socialismo real”, el mundo no pasó a ser multipolar, como algunos preconizaban, sino unipolar, con un franco dominio cultural, político y militar de los Estados Unidos. Otras potencias, como Alemania, Francia, Rusia o China, hasta ahora no han podido seguirle el paso.

No ha habido alternativas verdaderas a la opción capitalista de organización social, cuyo máximo emblema es desde hace ya bastante tiempo Estados Unidos. No lo hubo ni siquiera en la época en que la URSS y China construyeron sociedades poderosas con poblaciones enormes y territorios inmensos a su disposición. Tanto la construcción social soviética (con sus epifenómenos: Cuba, la RDA, Rumania, etc.), como la china y los suyos (Corea del Norte, Vietnam), desde el punto de vista cultural fueron en esencia construcciones capitalistas. Los paradigmas eran los mismos, solo que mirados en un espejo: lo que en Occidente se veía a la derecha, en el Kremlin y en Beijing se veía a la izquierda.

La esencia de ese paradigma planteaba que era necesario trabajar más y con mayor eficiencia para mejorar los niveles de vida de la población y convertir a la gran patria socialista en una potencia de la que “todos” pudieran sentirse orgullosos. Por lo tanto, esos “todos” debían ser funcionales y eficaces a esa construcción. ¿La propiedad sobre los medios de producción? En teoría era de toda la sociedad, pero el hecho de que la plusvalía se repartiera de forma muy poco democrática planteó una cuestión por demás delicada, de la que el capitalismo sacó partido. El término Nomenklatura, para referirse a los escandalosos privilegios burgueses de la cúpula estatal en la URSS, por ejemplo, fue un acierto propagandístico que reveló un grave problema: justamente, quiénes se apropiaban y usufructuaban la plusvalía generada por los trabajadores en la Unión Soviética.

Dos excepciones a ese pensamiento homogéneo: una de ellas, que fracasó de forma estrepitosa, fue el pensamiento político del Che Guevara, expresado sobre todo en su artículo “El socialismo y el hombre en Cuba” (publicado en marzo de 1965 en el semanario “Marcha” de Montevideo). Y conste que el pensamiento heterodoxo del Che fracasó no porque fuera derrotado militarmente en Bolivia, sino porque tuvo que irse a Bolivia tras su fallida incursión en el Congo. La otra excepción es terrible: en Camboya, Pol Pot quiso implantar a hierro y fuego una sociedad nueva, básicamente agraria, despojando a la población de las rémoras capitalistas y burguesas. No lo logró, pero en el intento se llevó puestos a unos dos millones de camboyanos.

La práctica política, por demás pragmática, de los grandes constructores del llamado “socialismo real” produjo a la larga una especie de ornitorrinco ideológico: cabeza de Marx, cuerpo de Lenin, brazos de Stalin, estómago de Churchill y bolsillos de Marshall. El caso más extraordinario es el de la República Popular China, que pasó de la Revolución Cultural y el Gran Salto Delante de Mao, a la actual construcción de un “socialismo de mercado”, término que haría las delicias de Adam Smith y su mano invisible. Ese ornitorrinco se afincó paulatinamente en otras latitudes, y colonizó −y coloniza− otros procesos políticos (Vietnam desde hace bastante tiempo, Cuba desde hace unos pocos años).

Los paradigmas marcan las sociedades, su desarrollo y sus objetivos. Y el paradigma universal, durante el siglo veinte −reforzado en lo que va del siglo veintiuno− ha sido el del consumo. Todos los sistemas sociales se asientan en un único sistema paradigmático: consumir. Consumir más. Crecer para consumir y consumir para crecer. Lo enunció Lenin en el 20 de noviembre de1920 durante un discurso en el Kremlin: “El socialismo es el poder de los soviets más la electrificación”.

Ese círculo de consumir para crecer y provocar así más consumo (que para algunos es vicioso y para otros es virtuoso) se basa en una falacia que asume como posible un consumo infinito en un planeta finito. Se viste con palabras justas y hermosas que encierran conceptos abstractos de difícil o equívoca definición. Pongamos un ejemplo de manual: “todas las personas tienen derecho a una vivienda digna”. El problema está en qué se entiende por vivienda digna. Y en todos los casos −en la URSS de los años 50, en la Cuba de Fidel y en la Suecia socialdemócrata del Círculo Polar − la vivienda digna fue básicamente un modelo de casa unifamiliar occidental, en la que había lugar suficiente y seguro para que las personas fueran a descansar después del trabajo, comieran juntos los domingos y tuvieran sus bienes propios y privados, custodiados con buenas puertas y buenas cerraduras. Como decía sibilinamente Juan Domingo Perón: “de la casa al trabajo y del trabajo a la casa”.

Hay en los hechos muchas sociedades, que en general son llamadas de forma despectiva “primitivas”, que tienen otro concepto de la dignidad habitacional, desde los pastores de renos de Yakutia y la Laponia, hasta los indios amazónicos que son filmados con drones para “seguir su evolución”. Para ellos la vivienda digna es aquel lugar en el que la gente puede entrar, beber té o algún licor, hablar de bueyes perdidos, compartir una historia probablemente inventada de la selva y sus fieras. Unos viven en carpas, otros en chozas de palmas, otros al ras. La dignidad ahí no está en lo que se tiene sino en lo que se da. Por supuesto que no son sociedades sin conflictos. No se trata del “buen salvaje” visto desde la Europa de la Ilustración. Se trata de grupos humanos que han construido paradigmas diferentes, los que funcionan desde hace cientos de años con éxito, salvo cuando interviene el “hombre blanco”, que suele llegar con sus maquinarias, sus sermones, sus epidemias de sarampión y sus deseos de “civilizar”.

El paradigma de la democratización del consumo “hacia arriba” es una falacia que ha logrado instalarse en el cuerpo social en (casi) todo el mundo. Pero un simple análisis de la realidad demuestra que esa democratización del consumo es inalcanzable hacia arriba. Solo es posible “hacia abajo”, es decir con un descenso drástico en los niveles de consumo de amplios sectores, que permita un ascenso (escaso) en los niveles de consumo de otros amplios sectores. No se trata de una redistribución de la riqueza solamente, sino de la construcción de un nuevo paradigma.

El mundo hoy tiene dos grandes problemas: la riqueza extrema y la pobreza extrema. Se argumenta a favor de una supuesta democratización del consumo, pero el propio argumento vuelve insensato ese curso de acción. Georgescu-Roegen lo planteó hace muchos años: si todos los habitantes del planeta tuvieran, democráticamente, la posibilidad de consumir todos los bienes y servicios, no habría ni recursos naturales ni espacio suficiente ni estructura económica que lo soportara. La izquierda, salvo contadas excepciones (el propio Georgescu, Max Neef, Latouche, Naomi Klein y algún otro) no ha logrado generar una masa crítica de análisis de ese problema.

Vivir simple y humildemente con lo justo y necesario, y compartir lo que se tiene. Así enunciado parece, más que una utopía demodé, una pesadilla totalitaria. Muchos se horrorizarán. Sin embargo, a la corta o a la larga ese será el único camino posible para la subsistencia de la especie, la que por cierto está cuestionada seriamente. A los niveles actuales de consumo, contaminación y crecimiento, las perspectivas son catastróficas.

La izquierda uruguaya ha acompañado desde siempre el proceso de “acomodamiento” de las consignas igualitarias y revolucionarias al paradigma capitalista del consumo. Los partidos de la izquierda ortodoxa en sus diferentes etapas, los movimientos guerrilleros, las organizaciones obreras (y las obreristas) lo integraron de forma natural. Aún hoy lo hacen, con un acriticismo alarmante. Las aspiraciones siempre son las mismas: salarios dignos, vivienda digna, trabajo digno. El problema es que rápidamente, en la sociedad contemporánea, se pasa de la dignidad del trabajo a la dignidad de los Nike, de los iphone, de los televisores de pantalla curva de sesenta pulgadas, bienes que para colmo son fabricados en China, Malasia, Singapur y otros territorios, por personas que no tienen ni “trabajo digno” ni “salarios dignos” ni “viviendas dignas”.

Durante los tres quinquenios de gobierno del Frente Amplio se han mejorado de forma notoria las condiciones de vida de muchas personas, desde la salud y la educación hasta la vivienda. Pero todo se ha hecho con el paradigma ya indicado. Las políticas económicas están alineadas en esa base: comprar (bienes y servicios), vender (fuerza de trabajo) y vivir una especie de comodato con el sistema mundial de producción. La importación de motocicletas y automóviles de China es un estupendo ejemplo: nos ha permitido venderle a ese país miles de millones de dólares en carne, soja y otros productos primarios. También nos ha provocado un abaratamiento presuntamente democrático del valor de motocicletas y automóviles (a costa de sus bajísimos estándares de seguridad), lo que a su vez causó una epidemia de siniestralidad vial en los últimos quince años, con un saldo de varios miles de muertos y amputados. No es el sarampión de los conquistadores españoles, pero se le parece bastante.

Hay sin embargo un territorio en el que la disputa cultural durante el ciclo de gobiernos frenteamplistas en Uruguay ha estado descentrada de la simple redistribución de la renta para comprar chucherías. Hay paradigmas sociales que, las más de las veces mediante nuevas legislaciones (aunque no solo por esa vía), han sido cuestionados. Uno de ellos tiene que ver con el modelo tradicional de familia, otro con la vida sexual y reproductiva de las mujeres, otro con los derechos civiles de las minorías y otro con la participación general de las personas en la res pública.

Pero los resultados, más allá de las leyes, no han sido demasiado halagüeños, y si bien algunos avances pueden llegar a consolidarse con el tiempo, ninguno de ellos parece lo suficientemente afincado en el cuerpo social como para pensar que no habrá vuelta atrás. Son formas de gerenciar una sociedad capitalista. Lo único seguro son los negocios.

Llegado a este punto debería decir que soy optimista, por lo menos para ser políticamente correcto. Pero ocurre que no soy ni políticamente correcto ni optimista. La filosofía está en retirada, y las ideas ahora son meras ocurrencias de presuntos pensadores, cuanto más exóticos mejor (un coreano, un kazajo, una búlgara), a los que hay que desentrañar más con espíritu lúdico que con rigor académico. Hay mucho charlatán en la vuelta. Y están Facebook, Instagram y WhatsApp, que son verdaderas sentinas. Pero a nadie parece preocuparle compartir alguno de esos espacios con personajes como Donald Trump o Daniel Ortega.

Las “clases dominantes”, ese concepto tan vago y por eso mismo tan funcional, tienen la sartén por el mango en el mundo entero y también en Uruguay. Ellos diseñaron una sartén que tiene las medidas justas para ser usadas por ellos mismos: el Estado. Y seguirán teniendo la sartén por el mango en la medida que no se logren derribar −mediante una construcción cultural larga, compleja y no exenta de traumas− los paradigmas aún vigentes, sostenedores del statu quo actual. En una vieja tonada de la guerra civil española se cantaba: “Cuándo querrá el Dios del Cielo/ que la tortilla se vuelva”. El problema no es la tortilla sino la sartén en la que se cocina.

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Publicado en la revista Hemisferio Izquierdo, en septiembre de 2018.