El Holocausto visto desde el presente
Texto leído por F.B. en la presentación del libro Los senderos del ocaso,
de Roberto Cyjón, en el Museo Nacional de Artes Visuales, Montevideo,
el 22 de noviembre de 2023.
A pesar de lo que anuncia el subtítulo ("Anecdotario de un viaje muy especial a Polonia") este libro no es para nada uno de esos clásicos libros de viajes que describen curiosidades y paisajes hermosos de lugares más o menos remotos. No es un anecdotario acerca del viaje, y no es tampoco un libro de reflexiones a propósito de ese viaje, ni es un testimonio de lo vivido por uno de los viajeros. Quiero decir: puede ser todo eso, pero es mucho más que eso. Es un texto que aúna información y relato para cumplir con aquello que planteara Robert Antelme: describir hechos y crear sentido. Son hechos y sentidos sobre la nobleza y la bestialidad, tan humanas las dos, tan distantes una de otra y a la vez tan vecinas. Es un libro escrito por un judío, a partir de un episodio «no resuelto» de la historia, que atañe al pueblo judío y al resto de la comunidad internacional, si es que el término «comunidad internacional», tan manoseado, puede usarse aún con cierta decencia. Es un libro sobre la Shoá y sobre las huellas de la Shoá. Así que el libro —al igual que la Shoá y todos los holocaustos— nos concierne a todos, a los judíos y a los no judíos, a quienes somos contemporáneos del autor y a los que vendrán. Es un libro que habla del pasado pero también del presente, de nuestro presente, y de cierta forma escudriña el futuro.
Hay mucho para comentar, pero deseo centrarme en un tema que a mi juicio resulta fundamental en el libro: la cuestión de la memoria, la construcción de una memoria que solo puede ser colectiva. Es un asunto del que los judíos, por cierto, tienen una práctica milenaria y una tenacidad a prueba de calamidades y engaños. En el libro de Roberto Cyjón la historia como disciplina y la memoria como voluntad se integran en un conjunto que resulta inquietante, con muchos pasajes dolorosos. La aproximación a los hechos históricos relacionados en este caso con Polonia y la Shoá el autor la realiza mediante algunos mecanismos narrativos como la descripción minuciosa de objetos, lugares, paisajes y ausencias. Se construye así un itinerario que es un acta destinada a exponer las distintas facetas de aquel «no resuelto» episodio que fue la Shoá, y evitar así la superficialidad, la banalización tan frecuente en estos tiempos, aquello que el gran Manuel Pérez Ledesma describiera para su España como «memoria de la guerra y olvido del franquismo».
En Cyjón hay un empeño para que la memoria de las víctimas no provoque el olvido de los victimarios. La Shoá fue causada por el antisemitismo, liderado en Europa por los nazis pero secundado, no debe obviarse, por muchos, muchísimos polacos, franceses, ucranianos, letones, en fin, cómplices en muchos casos por participación directa y en otros, por omisión y pasividad, o por miedo y cobardía. Eso es conocido, pero tiende a olvidarse. Una y otra vez se ha dicho y documentado, y aun así tiende a olvidarse. Y Cyjón nos lo recuerda. Es como si la materialidad surgiera de la escritura misma. Hay imágenes que documentan, textos que refrendan, emociones que explican. Entre muchas imágenes, hay en el libro una foto tomada en Auschwitz en la que se aprecian miles y miles de ollas, cacerolas, teteras, tazas, platitos, escudillas, cucharas, en fin, objetos de la vida cotidiana, simples objetos de la vida hogareña relacionados casi todos con la cocina, la comida, con rituales de almuerzos, cenas, meriendas, encuentros. Esa foto nos permite a los lectores, convertidos por un momento en viajeros del tiempo, ir hacia atrás, no quedarnos en el horror de Auschwitz sino ir a otro horror anterior, atisbar la vida previa de quienes habían sido los dueños de esos utensilios. Nos permite aproximarnos a un instante preciso de la historia: el momento de la confiscación. No la confiscación de esos objetos, sino de las vidas de esas personas, testimoniadas a través de esos objetos que les fueron arrebatados junto con la vida.
Al ver esa foto uno piensa en gente de diversa condición a la que obligaron a moverse, a abandonar sus hogares, a concentrarse en un territorio minúsculo, el de los guetos, y llevar «sus pertenencias», unos cacharros, seguramente objetos religiosos, las botas para el invierno, retratos de seres queridos… El momento del desplazamiento, el momento del encierro, el momento de la confiscación.
Aunque la memoria colectiva no es nunca un proceso planificado, no nace por generación espontánea. Tampoco es inocente. No hay ingenuidad allí. Hay una voluntad expresa de recordar, aportar y sostener, a veces para ratificar y proteger, a veces para corregir, contar y asentar esa memoria en las vidas del futuro, un futuro que nadie sabe cómo será. Por eso el autor da cuenta de su atribulada sensibilidad antes de efectuar el viaje, que por cierto fue un procedimiento colectivo. Cito a Cyjón:
«Antes del viaje, el gueto de Varsovia era en mi mente un lugar estrecho, hacinado, gris, oscuro y tenebroso, donde bastaba la cifra matemática de 460.000 personas para estremecerme. Cuatrocientos sesenta mil judíos se arrinconaban en estrechas piezas para dormir, pues las habitaban familias en vez de individuos y, efectivamente, resultaban ser estrechas. Me la imaginaba como una ciudad zombi con niños pidiendo limosnas de comida en la calle y gente perdida caminando sin sentido, hablando sola, intercambiando sábanas por pan, llorando, mal vestida o directamente harapienta y olorosa. Así aconteció».
Es necesario hacer un alto aquí y preguntarnos: ¿Podemos imaginar un sitio así? ¿Podemos soportar eso? ¿Una ciudad zombi? ¿Puede haber algo más horrible que un sitio estrecho, cerrado, lleno de niños sin destino, hambrientos, envueltos en algo que no entienden, rodeados de gente hedionda y famélica, atrapados en un territorio mínimo, aterrorizados por la violencia, sin entender por qué, cómo? ¿Podemos situarnos aunque sea por un momento en esa desesperanza, en esa desesperación?
Cyjón confiesa en el libro que antes del viaje se imaginaba el gueto de Varsovia como un lugar estrecho, superpoblado, con gente hambrienta que intercambiaba «sábanas por pan». Esa es la construcción de una memoria que de forma permanente reclama ser contada y vuelta a contar. No se trata de una simple acumulación, sino de una visión nueva, diferente, provocada por la subjetividad de quien cuenta, alimentada a su vez por otras subjetividades del pasado y del presente. No es la modificación o el retoque de un relato ya sabido, sino la puesta al día de unos hechos indignos e indignantes acontecidos en lugares concretos.
La memoria colectiva siempre está relacionada con un concepto que ha resultado problemático para la Historia, para la Filosofía y para la Política, para el psicoanálisis y la antropología: el Otro. No hay ámbito del saber humanístico que no haya tocado la temática del Otro, de la Otredad. El «distinto» como amenaza ha sido y es fuente de enconos y sufrimientos que resulta imposible eludir. El Otro como encarnación del peligro, del malestar, del mal que está «ahí afuera». En la Europa de los años 30 del siglo pasado se decía, se pregonaba y se editorializaba sobre esos «Otros». De los gitanos: que no tenían patria ni tierra y que se vendían al mejor postor, que los hombres eran navajeros, sus mujeres ladronas y los niños unos engendros llenos de odio. De los homosexuales se aseguraba que eran la perversión en estado puro, la fruta podrida que debía ser apartada para que no estropeara a toda la sociedad. Y de los judíos se decía todo lo anterior más las supercherías heredadas del pasado, desde los banquetes con sangre y carne de niños hasta la avaricia, la malevolencia, los rituales secretos, las fortunas inconmensurables escondidas en sótanos y roperos. Por tanto se los esquilmaba primero y después se los expulsaba no solo de la vida civil sino de la especie humana. Los judíos no eran humanos, eran «subhumanos». El Otro, entonces, como ser inferior, despreciable, prescindible, se encarnaba a la perfección en el judío, al que por cierto Hitler vinculaba estrechamente con los bolcheviques. Ahora bien, cabe preguntarse si los perpetradores eran monstruos enloquecidos, bestias mitológicas, seres de otro planeta.
Cyjón nos recuerda una y otra vez en su libro que la Shoá fue el resultado de un plan industrial para matar personas, y que fue un plan creado y llevado adelante por seres humanos, no por monstruos:
«Aclaro y enfatizo: los nazis fueron seres humanos de este planeta tiñendo a la historia de la humanidad con sangre y expandiendo cenizas de otros seres humanos en pleno siglo veinte. Sangre aún no coagulada, pues la Shoah es un fenómeno no resuelto. Los nazis no fueron extraterrestres».
Mencioné como al pasar el tema de la «materialidad» de la memoria y ese es un punto bien interesante, pues enseña un fenómeno habitual en lo que se podría llamar «las sociedades con cola de paja»: tirar abajo las marcas más oprobiosas del pasado, de un cierto pasado. Con sorpresa, el autor nos cuenta lo que vieron los viajeros al llegar a Varsovia:
«Lo que encontramos fue una ciudad nueva. Nueva por completo. Calles, semáforos, peatones, autos, tranvías hermosos, árboles, canteros con flores, oficinas, edificios, comercios, gente caminando a paso ligero o de paseo y luz, mucha luz. Hacía frío ese día 9 de mayo, pero brillaba el sol en la nueva Varsovia… y quedé confundido sin saber qué pensar ni cómo mirar ni qué sentir. ¿Dónde estaba el gueto? ¿Dónde estaba…todo? Se construyó una enorme ciudad encima. La zona trágica a la cual la angustia nos disminuye la capacidad de abordar y desentrañar intelectualmente, es hoy día una de las más caras de la ciudad».
Circulan en nuestras sociedades varias metáforas relacionadas con la memoria histórica, o más bien con el olvido histórico: «dar vuelta la página» en una de ellas. Para que eso ocurra, para que la página sea pasada de una vez, las infamias de esa página necesitan ser borradas del paisaje, hay que quitarles su materialidad, hay que demolerlas, no dejar rastro o en todo caso dejar un rastro mínimo, poco visible, algo que suele calificarse de «simbólico». Eso aconteció en Varsovia («de la Varsovia judía no queda casi nada», apunta Cyjón), ocurrió en Francia (por ejemplo con el Velódromo, el Vel d’hiver) y en otros países europeos, y aconteció en Japón, en Hiroshima y en Nagasaki, y en América Latina, en el Chile post Pinochet, donde apena si se salvaron algunos lugares, un pequeñísimo espacio en una de las tribunas del Estadio Nacional, una casa usada como centro de torturas, un paso en las montañas donde fueron desaparecidos unos muchachos. Solo eso. Lo demás fue reducido a escombros, la tierra se aplanó y encima se instalaron megashoppings, edificios lujosos, playas de estacionamiento.
En el caso de la Shoá, la escala y significación del genocidio fue tan excepcional que la materialidad no pudo ser borrada por completo, y de eso da cuenta el libro de Cyjón. Ese fue el viaje del grupo, que se identificó desde el principio con un nombre que es una definición en sí mismo: Dignidad y memoria. El itinerario es una visita al heroísmo y la degradación humanas. Chelmno, Auschwitz, Treblinka, Birkenau, el gueto de Varsovia… Basta nombrar los lugares para entender el sentido de ese viaje y del relato que, con una sabiduría más bien melancólica, su autor tituló Los senderos del ocaso.
No quiero culminar estos apuntes sin mencionar a uno de los más notables historiadores y pensadores sobre el Holocausto: Yehuda Bauer, quien hoy, con 97 años, continúa activo en Jerusalén, produciendo pensamiento crítico, reflexión y análisis sobre la vida judía y los contextos históricos del Holocausto. Y quiero aclarar que si me permito citar a Bauer esta noche es por dos razones: primero por su estatura intelectual y autoridad moral indiscutibles, y segundo porque el propio Roberto Cyjón lo cita en su libro, y lo hace de una manera muy pertinente.
En 1998, hace treinta y cinco años, Yehuda Bauer compareció ante el Bundestag alemán como orador principal en el día de recordación de las víctimas del Holocausto. Hay que decir que Bauer es un extraordinario orador, con una energía y una enjundia admirables. Escuchar una de sus conferencias es una experiencia fascinante. Así ocurrió en aquella ocasión en el Bundestag. Bauer pronunció un discurso titulado «El holocausto, su estudio, comprensión, sentido y enseñanzas». En él habló de las raíces del antisemitismo, de las razones ideológicas del genocidio, y de la herencia judía en todo Occidente. Mencionó a la Biblia hebrea y los «mandamientos morales» contenidos en ella. Habló también de otros genocidios. Dijo: «El sufrimiento, la agonía y el tormento no pueden ser graduados. Es imposible decir que el sufrimiento de una persona es mayor o menor que el de otra, que un asesinato masivo es mejor o peor que otro. Una tal proposición sería repulsiva».
Y culminó su discurso ante el Parlamento alemán con las siguientes palabras: «Recordar el holocausto y sus consecuencias constituye sólo el primer paso. Enseñar y estudiar sobre el holocausto y todo lo que emanó durante la Segunda Guerra Mundial, en particular el racismo, el antisemitismo y la xenofobia, constituyen nuestra siguiente responsabilidad. Alemanes y judíos dependemos unos de los otros en llevar adelante esta responsabilidad. No se puede sostener la tarea de la memoria sin nosotros y debemos asegurarnos que aquí, donde surgió el desastre, se construya sobre las ruinas del pasado una civilización nueva, mejor, humana. Juntos tenemos una responsabilidad especial hacia la humanidad toda».
Y agregó:
«Cabría tal vez un paso adicional. El libro que mencioné antes contiene los Diez Mandamientos. Quizá debiéramos agregar otros tres: “Tú y tus hijos y los hijos de tus hijos no serán nunca asesinos”; “Tú y tus hijos y los hijos de tus hijos no permitirán jamás ser convertidos en víctimas”; “Tú y tus hijos y los hijos de tus hijos no serán nunca jamás observadores pasivos de asesinatos masivos, genocidios o –ojalá que nunca más suceda- una tragedia similar al holocausto”.
Creo que esas palabras, pronunciadas por un sabio judío contemporáneo, deberían ser un legado para toda la humanidad.