La pregunta del rey

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A veces, muy de tanto en tanto, uno se encuentra con un libro que, además de interesante y entretenido, es profundo en sus conceptos y sencillo en su enunciación, sorprendente pero no caprichoso, erudito sin una pizca de soberbia, duro como el granito y, a la vez, tan liviano como el aire.

Es el caso de Los héroes de la bodega y otras crónicas forenses, de Hugo Rodríguez Almada (Montevideo, 1959). Al igual que ocurría con su anterior libro, se lee de un tirón y cuando acaba la lectura uno queda con gusto a poco y con la sensación de que lo han molido a palos. A mí me dieron ganas de llorar y de abrazar al autor.

El libro viene a ser una cruza fantástica de varios géneros literarios, pues de eso se trata la crónica. Es un híbrido de cuento, reportaje, ensayo y testimonio. Un ornitorrinco de la prosa, como proclama la ya célebre definición de Juan Villoro. El resultado es una espléndida colección de piezas narrativas de gran valor, que tienen como dije el mérito de leerse de una sola sentada. En un mundo disciplinado −a fuerza de atorrantismo intelectual y de tuiteo− a los doscientos ochenta caracteres, con lectores cada vez más escasos y perezosos, esto es una proeza.

Una de las virtudes del volumen es su entretejido, la trama invisible que vincula y relaciona cada una de las once historias que narra, sin que estas pierdan su autonomía, sin que nunca se apague la luz propia que debe tener cualquier texto que pretenda ser literatura. Y eso se logra a pesar de que el arco anecdótico nos lleva de un extremo al otro de la vida social, de una estafa tan patética como maravillosa hasta una tragedia absurda (que le da título al libro), pasando por una más que atinada reflexión a propósito de los nombres propios, la ignorancia y la pobreza infantil.

La sólida trayectoria académica de Hugo Rodríguez, tanto en Uruguay como en el extranjero, no debe confundir a los lectores de esta reseña: el libro se ubica en las antípodas de esos plomazos desbordantes de florituras y zonceras que suelen perpetrar distinguidos médicos, ya en el otoño de sus vidas, cuando se jubilan y no pueden ejercer más el papel de dioses de consultorio.    

Escritas por un forense de profesión, las páginas de Los héroes de la bodega están llenas de vida, aunque la muerte sea una de las principales protagonistas de cada texto. Hay vida en las cuidadosas descripciones de las llamadas “escenas del crimen”, en el dibujo rápido y preciso de las víctimas, en los apuntes marginales, desbordantes de color y humor en algún caso (la conducta del propietario de una empresa fúnebre llamada El Ángel, en Los héroes de la bodega) o casi sofocados por la angustia y la frustración del propio Hugo Rodríguez (la incongruencia de un champión azul, en Holocaustos). Y hay vida, sobre todo, en el respeto con el que se trata a los hombres y mujeres que aparecen en las historias.

Cada texto tiene su pretexto: el relato puntual de un caso. Pero tiene mucho más que eso. Las circunstancias en las que fue cometido cada crimen le permiten a Hugo Rodríguez recorrer los laberintos de la condición humana sin triquiñuelas, sin golpes bajos ni pretenciosas elucubraciones. El recorrido es intrincado, porque de los misterios iniciales no surge ninguna revelación sensacional, esa que resuelve los enigmas gracias al detallismo microscópico que practican los héroes televisivos de CSI. Lo que surge, en cambio, es el armado artesanal (Facundo Ponce de León dixit) de un puzle que aparenta estar lleno de contradicciones y sinsentidos, como la vida misma.

Es una lástima que yo no pueda contar aquí −traicionaría a los lectores si lo hiciera− los detalles del texto que cierra el libro, titulado con la pregunta inicial de Duncan, rey de Escocia, en Macbeth. Solo diré que allí acaba por fraguar el conjunto del volumen para otorgarle una nueva dimensión al oficio de este médico forense y, también, a la alucinante experiencia de su lectura. Como en toda buena historia, en esta el final nos lleva de nuevo al comienzo para hacernos esa pregunta que, por fortuna, en el libro no tiene respuesta. O quizá sea mejor decir que la pregunta es la respuesta.

Fernando Butazzoni